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A
diario, o casi a diario, salgo a la carretera, de hecho, parte de mi
vida laboral la he vivido trabajando de aquí para allá. Con el
pensamiento abierto al pensamiento, y la mano fija en el volante, mis
ojos miran hacia delante y hacia atrás, como en mi vida. No hay una
mejor manera de revivir los recuerdos y de mantener viva la esperanza.
Durante el trayecto, uno puede perdonarse o tal vez convencerse de que
no es fácil saber si el destino lo vamos haciendo
metro a metro, kilómetro a kilómetro, o si él, por el contrario, nos va
entrando piel a piel, hueso a hueso o gota a gota de sangre. La
velocidad, lo sabe uno desde que arranca, no es el factor esencial, - no
lo fue en aquel fatídico accidente en el que casi pierdo a mi buena
amiga Toñi -, por eso no hay que
preocuparse por llegar a la ciudad próxima, no hay ciudad próxima, sólo
acotamientos, retenes, puntos de fuga. El que va siempre vuelve, porque
viajar es volver, quedarse quieto...
Vi a Toñi
aproximarse desde la ventana del salón, entró en mi casa y tras
sentarse con alivio, remover su tristeza y murmurar las sílabas melladas
de un destino, parecía una simple turista con su mapa de la vida
perdido en el recuerdo, tenía una placa en la cabeza y una pierna rota, y
la amargura
de quien sabe perdido el paraíso sin descifrar el mal
que esconde un simple escorzo de nostalgia. Pero conservaba esa mirada
en sus preciosos ojos verdes, esa mirada, siempre esa mirada de futuro
en sazón, esa mirada donde reconocer cada una de los sueños, todos esos
rincones luminosos que aún guardaba en la memoria insomne de un ayer sin recuerdos.
Esa mujer que siempre quiso mirar, quiso mirar y ver la vida…
Aunque su ayer cubría de silencio todos los callejones de su vida
- tan parecida a aquella, y tan distinta ya -, ella intuía la crueldad extrema de ese destino: restituir sus ojos para grabar en ellos los recuerdos de otros, cuando a su alrededor todo era vacío...
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